"Quería ver a través de los ojos del difunto.
¿Podría identificarme en la otra vida?, se preguntaba.
Una de sus obsesiones, desde pequeño, era el momento de la resurrección de los muertos. Cuando llegue el día del juicio de Dios, en el que habría de juzgar a vivos y muertos, ¿podría reconocerme este sujeto? ¿Llevaría en sus pupilas mi imagen? ¿Qué cosas ve el muerto cuando muere?
Allí estaba Francisco Roa, dirigente campesino, cuerpo yacente, duro sobre el piso como cualquier animal. Pálido, sin hálito, con la piel endurecida. La mancha rojinegra sobre el pecho, en el cuello. Le reventó el corazón. Todavía salía el agua hedionda de sus oídos, de su nariz, de su boca. Le habló al oído, preguntándole si había visto a Dios cuando se moría.
¿A Dios o al Diablo?
¿Movió los labios? O fue una mera impresión. Un parpadear del viejo foco. Un relampagueo de la imaginación. Le quemó el brazo con el cigarrillo. Nada.
La muerte es la nada."
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